Ojalá todo fuera blanco o negro. Pero la vida está llena de grises, de tonos intermedios, de dudas e incertidumbres, de momentos de confusión...
Ya he comentado alguna vez acerca de mi tendencia al zoom. No sé si nombrarlo como defecto. Para algunas cosas es bueno. Mi introspección, la capacidad de fijarme en algunos detalles, percibir cosas que para el resto del mundo pasan desapercibidas o simplemente son invisibles... y ese zoom lo asocio al sentido del oído, que lo tengo especialmente desarrollado.
Por el contrario adolezco de gran angular, me falta visión global para ver situaciones en su conjunto. Y este defecto, porque si que lo considero un defecto, lo tengo asociado a mi sentido de la vista. A pesar de no llevar gafas (no hay que confundirlo) tengo poca visión. Mis ojos ven menos de lo que deberían. Ocurre así desde que era pequeña.
Así que cuando el otro día en el curso nos propusieron taparnos los ojos y explorar el mundo, yo accedí encantada. Estoy acostumbrada a no ver- Recuerdo que hace unos años, cuando además de mi poca visión tenía 11 dioptrías entre los dos ojos (ni con las gafas era capaz de enfocar bien) cerraba los párpados en casa de mis padres y probaba a hacer cosas completamente a ciegas. Ensayaba para un futuro que veía negro. Disculpad el chiste fácil. Al cabo del tiempo, encontré unos oftalmólogos que me aseguraron que podían operarme y quitarme las dioptrías. Eso si, la visión nunca la recuperaré. Sigo viendo poco.
De ahí que cuando en el curso nos hicieron la propuesta, contaba, yo me entusiasmé. Con los ojos tapados teníamos que recorrer la sala donde hacemos el curso utilizando el resto de los sentidos. Toqué, acaricié, mis pies probaron la diferencia de textura de las alfombras y el suelo. Llegué hasta el equipo de música donde habían puesto el cd de Ludovico Eunadi. Puse las palmas sobre el bafle para notar la vibración de las notas de piano. Me quedé un rato allí pero presa del espíritu de Indiana Jones proseguí la marcha rozando todo cuanto encontraba a mi paso.

Después fuimos más allá y nos propusieron no sólo explorar el espacio sino también a las personas que encontrábamos. Establecer contacto con ellas sin hablar, expresando lo que quisiéramos a través del tacto. Aquello fue un festival de roces sin componentes sexuales. Encontré a la mujer que me hizo el masaje con el clavel. Algo nos une. No sólo aquella experiencia. Tal vez una fragilidad momentánea. Tal vez el sabernos luchadoras incansables y ahora algo abatidas. No sé realmente qué es pero hay entre nosotras una conexión. Al tocarla por la espalda supe al momento que era ella y la abracé tiernamente. Ella intuyó que era yo y se cogió con la misma ternura a mis brazos.
Allí nos quedamos hasta que dieron el ejercicio por concluido para dar paso al último del taller. Basicamente consistía en hacer lo mismo pero añadían una complicación. Ojos tapados. Sin hablar. Sin poder tocar. Sólo con el olfato. De hecho para ese día nos habían pedido que fuéramos duchados sólo con agua. Nada de jabón, nada de colonia, nada de cremas...
Nos dijeron que fuéramos oliendo a las personas y si encontrábamos alguna con la que sintiéramos afinidad, tendríamos que comunicárselo sin identificarnos y en caso de estar las dos personas de acuerdo, sentarnos en el suelo.
Y recomencé mi exploración. Era mucho más difícil, guiarte por el olfato. O tal vez no. En el fondo era mucho más primitivo, instintivo. Hay olores que sin ser malos no te atraen. En mi caso los amargos, los ocres o los demasiado ácidos.
Después de cuatro o cinco intentos encontré a alguien a quien ya había olido. Ese olor me resultaba familiar y era muy agradable para mí.
Mi nariz resbaló por el cuello aspirando el aroma de una piel suave. Me quedé anclada en el estrecho de Bósforo donde encontré calidez. Me animé y dejé que mi nariz rozara su rostro. De la oreja hasta la boca. De la comisura hasta la cuenca del ojo. La frente sobre la que caía rebelde algún mechón de pelo. Perdí la noción del tiempo. La olí. Me olió. Jugamos. Dejamos que nuestras narices perdieran el rumbo. Sus hombros, el delicado contorno de sus brazos, la suavidad de unas manos donde se apreciaba el borde de las venas. Hundí mi nariz en su pecho escotado aspirando la limpieza de ese olor fresco. Eso es. Me olía a limpio. A cuando sacas una prenda de una lavadora en la que has echado un suavizante que no parece artificial.
Suspiré. El olor me llegaba al fondo de los pulmones y traspasaba mi estómago. Sentí deseos de quedarme a olerla durante horas. De que aquel “juego” no se detuviera. Que la música no cesara. Porque en aquel momento el olor era la música que escuchaban mis oídos. Su olor era lo que percibía dentro de un mundo mucho más amplio. El zoom que depositaba en aquella persona. Su olor evocó en mí colores como el malva o una extensa gama de azules. Su olor sonaba como un oboe dulce o como un violín en sus notas altas. Era un olor que me transportaba hasta un bosque en verano. Su cuerpo los árboles y mi cuerpo un lago de colores imposibles.
Hiciste un gesto con la cabeza que percibí como asentimiento y noté que bajabas. Lentamente fui sentándome, sintiendo que nuestros rostros quedaban frente a frente. Oí cómo te quitabas el pañuelo de los ojos y con algo de miedo hice lo mismo.
Me encontré con tus ojos. Me sonreíste. Me dijiste en voz baja que me habías identificado por el olor desde el principio. Yo no lo supe hasta que en un momento determinado suspiraste e identifiqué el ruido claramente. Demasiadas veces te había escuchado suspirar.
O tal vez si. Nos dicen en el curso que el cuerpo tiene memoria, que en él quedan registradas las buenas y malas sensaciones que nos produce cualquier cosa aunque no lo recordemos de forma inmediata. Tal vez recuerdo esos centímetros de piel por la que transitó mi nariz, pero el miedo me impidió decirte que yo también te había reconocido. Quizá ese miedo sea ante mí misma porque me cuesta reconocer que todavía guardo tu recuerdo.
¿Cambiaría algo si te dijera que era tu cuerpo el que buscaba?